dilluns, 23 de març del 2009
Eskerrik asco etortzeagatik
Son las 8 de la tarde. 19 grados centígrados. Se empieza a palpar en el ambiente que hay hambre. La gente se va acercando a los bares, restaurantes y asadores para saciar su apetito movidos por el agradable aroma a comida que se respira. Sin duda, no se come primer plato, segundo plato y postres. Los menús no están demasiado solicitados, se estila más para la hora del almuerzo. En vez de eso, nos decantamos por el producto típico de la zona. Si algo tenemos que admirarles a los vascos es su destreza para las tapas y los pinchos sin contar que el siguiente pincho es mejor que el anterior. Por menos de dos euros te puedes comer un pedacito de cielo de patata asada con foié y cebolla caramelizada o tortilla de setas con langostinos o bocadito de salmón con salsa rosa,… y así indefinidamente. Esta es la vida que llevan los del norte y se repite cada noche: al salir de trabajar acostumbran a reunirse para ir de tapas hasta la hora de cenar o directamente empalman con la copa de medianoche, según convenga. No podría afirmar con total convicción si luego en sus casas cenan, pero tampoco me extrañaría. Ni en momentos de crisis estas costumbres escasean!
En este caso nos centramos en Bilbao. Ésta es una ciudad de contrastes, y muy diferenciados además. Por un lado, el casco antiguo, que está regentado por la Basílica de Begoña, la patrona de la ciudad. Los visitantes se encuentran con el inconveniente añadido de que, para visitarla, se tienen que subir las famosas escaleras de Mallona, que tienen su origen en el corazón del casco antiguo y se extienden a lo largo de más de 200 empinados escalones hasta llegar al barrio del mismo nombre que la iglesia. Está la opción de subir una parte del camino en ascensor, pero sería como hacer el Camino de Santiago en coche: no tiene mucho sentido. Una vez allí el cansado turista se encuentra con unas preciosas vistas de la ciudad puesto que este es el punto más alto de la ciudad. Otra vez de vuelta a la zona antigua, los colores grisáceos, el olor a la comida de la abuela y los edificios con más de 300 años de antigüedad inundan al visitante.
Saliendo de la zona vieja nos damos de morros con la Ría de Bilbao, que cruza la ciudad por la mitad. Se puede utilizar cualquiera de los diez puentes para pasar al otro lado, donde está la verdadera urbe, la zona más nueva, el ensanche. De entre todas las posibilidades de cruzar, optamos por el más cercano al Guggenheim y también el más grande: el puente de los Príncipes de España o puente de La Salve. Este museo es mundialmente conocido y tan sólo el edificio en sí merecería el viaje, pero cabe resaltar que actualmente integra una interesantísima exposición sobre las obras del japonés Takashi Murakami, digna de ver. El Guggenheim está conectado con el Museo Marítimo por la Avenida de Bandoibarra. Es un punto muy concurrido por turistas sobretodo, aunque los autóctonos aprovechan la amplia avenida para pasear con la familia un típico domingo con temperatura agradable.
Estos días y más que nunca la ciudad se ha teñido de rojo y blanco por petición del mismo ayuntamiento para apoyar al equipo en estos momentos del pase a la final de la Copa del Rey. No hay balcón en toda la ciudad que no tenga la bandera del equipo bilbaíno. Sin duda la afición futbolera alcanza mucho más lejos del mítico San Mamés y llega a extremos que en otras urbes quizá no se aprecie con tanto fanatismo.
Una de las primeras palabras que se aprende en otro idioma es dar las gracias, el hola y el adiós. En esta ocasión, al internarnos en una lengua diferente, la vasca, hemos tenido que adaptarnos al “kaixo” y al “agur”, pero sin duda alguna, lo mejor que te puede decir un bilbaíno es “eskerrik asco etortzeagatik” o para el resto de los españoles: muchas gracias, vuelva pronto.
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