divendres, 11 de febrer del 2011

El "hacer ver que"




Los fotógrafos fotografiados. Al observarlos con detenimiento, inevitablemente la curiosidad se retuerce en el pecho y nos sale por la boca en forma de pregunta: ¿Qué es lo que todos intentan fotografíar? Observen sus miradas. La mayoría prestan atención a las cámaras. Hay alguno más atrevido que observa al fotógrafo, y otros, más despistados, simplemente no miran a nada en concreto, o lo hacen hacia dentro, zambullidos en sus pensamientos... Son pocos los que realmente parecen estar observando lo que tienen delante suyo: se trata de la mujer de la media sonrisa, la de la mirada enigmática y pose inquietantemente serena, la Monalisa.
Millones de personas cada año, entre las que el fin de semana pasado me incluía yo, pasamos por el Louvre en busca de fotografías como esta, que servirán para adornar nuestros preciosos álbumes de viaje o, en la versión más actualizada, sumarán la enésima fotografía colgada en facebook de la misma temática. Y es que, no nos importa para nada la señora que pintó Da Vinci, lo que queremos es que los nuestros sepan que hemos estado allí. La autenticidad y la realidad no nos interesan, no les desvelo nada. Estamos en la era de la copia y el simulacro, donde no importa aquello que es, sino aquello que representa.
Yo misma hice esta fotografía y después, me quedé con estos pensamientos vagando por mi cabeza. Entonces fue cuando, ya dirigiéndome a la salida del museo, me topé con un grupo de japonesas que, al lado de “La libertad guiando al pueblo”, se hacían fotografías a ellas mismas a través de uno de los grandes espejos que hay dispuestos por todas las salas. Sonreían y posaban, inconscientes de donde estaban (tampoco les importaba). Esta me pareció la confirmación de mis sospechas. Me pareció estar delante del colmo de la superficialidad, una actitud ferozmente posmoderna. Es el vivir para parecer.
Ya fuera del museo entré en un bar con más gente para tomar un café. El bar estaba lleno. Los camareros esbozaban sus más amplias sonrísas y corrían, estresados, para poder atendernos a todos. También había un grupo de turistas alemanes que dirigían algunos piropos a unas francesas que estaban en la barra. A nuestro lado, se sentaron dos señoras que comentaban lo fructífero que había sido el día de compras. En definitiva, jóvenes, parejas, familias. Todos estabamos bien. O mejor, lo parecíamos. Hasta que un grito interrumpió la normalidad de la escena. Al fondo de la sala se oyó un llanto roto. Todos nos giramos para observar la situación. Yo pensé que se trataba de una broma, que alguien estaba teatralizando un llanto, pero descubrí que no era así. Un hombre de unos cuarenta años de edad, con el móvil pegado a la oreja, rompió la rutina de la escena con un llanto desolador, que resultaba patético por su profundidad, por su realismo, paradójicamente . En ese momento tuve la certeza de que todos los que estabamos presentes sabíamos lo que le había ocurrido, porque solo la muerte es capaz de provocar tales reacciones. Al principio todo el mundo se quedó callado, pero poco a poco fue volviendo el murmullo de fondo. La gente volvió a beber café, a hablar con los de al lado, a internarse en sus pensamientos... y así, con la media sonrisa y los ojos tristes como la Gioconda, posando en su escenario idílico, contínuamos con nuestras cosas. Haciendo ver que no había pasado nada, que no habíamos sentido como dolía esa bofetada de arrolladora realidad.