Como casi cada mañana pedí un café en la barra, esperé unos minutos y me lo tomé. No tenía prisa, ni recados que cumplir, disponía de tiempo sólo para mí. Me sentía bien en el bar y decidí quedarme. Cogí un periódico que se encontraba junto a muchos otros apilados y un tanto arrugados en una esquina escondida en el fondo del bar. En el fondo del bar, sí. Me sentí extraña, desde donde yo asiduamente me sentaba, no recordaba haber podido ver nunca antes con claridad aquel lugar, al que, confieso, tampoco anteriormente me había acercado. De hecho, tampoco conocía que el bar tuviera semenjantes dimensiones. Yo siempre lo había visto pequeño, pero aquel día era un día extraño. Desde mi posición habitual podía distinguir de manera espectacularmente clara los rasgos y características de los clientes que allí se encontraban.
Algo había sucedido desde la última vez que estuve. ¿Reformas? ¿Reestructuración del mobiliario? ¿El oculista me había graduado mejor la vista? No, nada de eso. La ampliación de la ley antitabaco había puesto fin a la densa niebla y a la cortina de humo a la que los no fumadores nos enfrentábamos cada dia al entrar en cualquier bar.
Allá a lo lejos, algunos clientes jugaban a las cartas, otros tomaban una copa, pero ninguno fumaba.
Supongo que cabe aquí expresar mi más sincero agradecimiento a todas aquellas personas que, por fin, han decidido (y no precisamente rigiéndose por la voluntad individual propia, sino por una ley que se lo exige) respetar mi decisión de no querer fumar. Quiero mostrar mi gratitud y reconocimiento a todos aquellos que muy forzosa, agotada y sacrificadamente, se desplazan generosamente a la puerta de salida de la taberna a encender su cigarrillo.
Recuerden, la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás.
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