Cruzar las solemnes puertas acristaladas del Mailuna era como viajar al interior de un bosque tranquilo. El bullicio de los bares y las tiendas del Raval quedaba silenciado por el grosor de los cristales de los portones, pero el sol se colaba y escurridizo estallando sobre el suelo de piedra gris. Los techos, también de piedra y hormigón eran tan altos que ni el sol llegaba a bañarlos, únicamente unos pequeños focos cruzados se inmiscuían en sus concavidades desenmascarándolos de la oscuridad.
Una rama de algodón bruto presidía el lateral de la entrada sobre un invisible florero de cristal. Se erguía impoluto, como una nube solitaria flotando en un cielo sereno. Detrás aparecían como acoplándose al vaivén informe de las paredes de piedra, unos altos estantes de madera en donde reposaban galerías de pequeñas vasijas. Había recipientes de todo tipo. Los había abiertos, enseñando orgullosos su contenido colorido, o cerrados y misteriosos adornados con nombres exóticos. Había potes de arcilla, de cerámica pintada, con contornos, transparentes, grandes y pequeños. Pero tenían algo en común: estaban llenos de hierbas de té.
Los aromas que desprendían aquellos recipientes evocaban exquisitas delicias orientales que se mezclaban en el aire, como en una danza secreta, con las ondas casi visibles de la música de acordes cálidos que inundaba la gran sala del Mailuna. El alvero y ocre de las alfombras acompañaba la textura suave del té bien caliente para convertir aquel lugar en un refugio de interminables charlas, y regocijo de sensaciones. Y es que el té era sin duda el rector indiscutible de las mesas de azulejos, dueño y señor de aquella atmósfera, devolviendo generoso el calor al cuerpo helado por el frío de las tardes de invierno.
Gael ofrecía té de medio mundo: Tenía té amarillo de China, cuyas hojas poseían–explicaba Gael pausadamente- una característica y única: inicialmente verdes, al curso de un proceso natural de maduración se volvían amarillas, y así permanecían hasta la infusión. Tenía té Indio, del Jardín de Daarjeling, con grandes hojas de profundo aroma, de sabor dulce y ligeramente especiado. Tenía té de África, de Isla Mauricio, perfumado con vainilla y cítricos de la isla… Cada vez nos esperaba un sabor desconocido, un bálsamo perfecto que solo Gael sabía preparar, capaz de aliviar cualquiera de los males. A veces, lo servía con azúcar moreno, humeante y en taza bien grande y otras veces, cuando no sonreía, que era casi nunca, lo servía amargo y tibio, como recién arrancado del suelo.
Gael era colombiana de naturaleza colorida, aromático como el té. Algunos días llevaba turbantes granates siempre de colores. Sus brazos, esculpidos en tierras de café, serpenteaba de una mesa a la otra, cautivando alegres y hechiceros a las afortunadas visitantes que venían a resguardarse en los deleites de su reino. Como todo en el Mailuna, Gael emanaba una reconfortante sensación de equilibrio y armonía.
Yo acostumbraba a sentarme en una mesa chica, en la que dos tazas serían demasiadas, justo en el otro extremo de la entrada principal. Frente a la mesa había un diminuto patio interior separado por un cristal, con un naranjo en medio rodeado de gravilla y una fuente oxidada que emergía de la pared de enredaderas dejando caer un hilillo de agua sobre un canal que abrazaba el árbol y se perdía en un desagüe invisible. Para mí, aquel patio sugería un detalle de un jardín árabe, como un presente enviado por una Califa secretamente enamorada de Gael.
Me gustaba que Gael viniera a preguntarme qué quería beber, aunque ambos sabíamos que era absurdo, porque siempre, al final, acababa trayéndome el té que el quería. Cuando llegaba la tetera hirviendo sobre su mano tostada, el me explicaba con un sinfín de detalles las características únicas e irrepetibles de aquél brebaje. Yo le miraba la boca fascinada y no lograba cazar ni una sola palabra. Era como si al salir de sus labios se fundieran con la música y el olor a jazmín que envolvía la sala.
Después me bebía lentamente las flores de la taza, cuanto más grande mejor –le decía siempre a Gael- y los segundos se desvanecían por capricho del sabor.
Regresé del verano. No habían pasado siquiera dos semanas que me encontraba yo bajando por la calle Joaquín Costa, decidida a tomarme un té en el Mailuna. Iba sola como antes, contento de estar volviendo a mi secreta cita con Gael, aunque el no lo supiera. Andamios, taladros y motos estridentes envolvían el mediodía del Raval, cuando de pronto me encontré frente a los portones. En vez de los imponentes cristales, dos enormes pedazos de madera mal tallada se alzaban ante mis ojos. Torcido sobre uno de ellos, colgaba un pequeño cartel: “Local en Venta”, se podía leer. En ese momento se me hizo un súbito vacío en el estómago. Inflé las narices de aire, como queriendo llevarme los restos del perfume del último té del Mailuna, pero allí solo se respiraba el amargo olor de las aceras. Después desaparecí calle abajo, sin rumbo alguno, pensando, pensando en Gael.
El Mailuna había cerrado para siempre. Y seguramente Gael estaría por fin de vuelta en Bogotá -pensé. Se habría cansado de esta ciudad, demasiado mustia, demasiado pálida para el, marchándose con sus tés a su tierra. Quizás nos habíamos cruzado en el aire y yo no había sido capaz de percibir la frágil estela de su aroma. Sentía cierta rabia inconsciente, como culpándola de haberme abandonado, de haberme dejado huérfana de sus deleites. También me culpaba a mí, aunque todavía no se muy bien por qué. Quizás por haberme ido tanto tiempo. O a lo mejor por no haber tenido el valor de invitarle al cine algún día. En cualquier caso se había marchado y todo lo que me quedaba de el eran aquellas tristes puertas de madera. Y un cartel mal colocado.
Desde entonces casi nunca bebo té. Ya no tiene el mismo sabor. Ahora bebo café, más áspero, más seco, más de esta ciudad. Es curioso, que palabra más corta: Té. Tan efímera como mi historia con Gael.
Una rama de algodón bruto presidía el lateral de la entrada sobre un invisible florero de cristal. Se erguía impoluto, como una nube solitaria flotando en un cielo sereno. Detrás aparecían como acoplándose al vaivén informe de las paredes de piedra, unos altos estantes de madera en donde reposaban galerías de pequeñas vasijas. Había recipientes de todo tipo. Los había abiertos, enseñando orgullosos su contenido colorido, o cerrados y misteriosos adornados con nombres exóticos. Había potes de arcilla, de cerámica pintada, con contornos, transparentes, grandes y pequeños. Pero tenían algo en común: estaban llenos de hierbas de té.
Los aromas que desprendían aquellos recipientes evocaban exquisitas delicias orientales que se mezclaban en el aire, como en una danza secreta, con las ondas casi visibles de la música de acordes cálidos que inundaba la gran sala del Mailuna. El alvero y ocre de las alfombras acompañaba la textura suave del té bien caliente para convertir aquel lugar en un refugio de interminables charlas, y regocijo de sensaciones. Y es que el té era sin duda el rector indiscutible de las mesas de azulejos, dueño y señor de aquella atmósfera, devolviendo generoso el calor al cuerpo helado por el frío de las tardes de invierno.
Gael ofrecía té de medio mundo: Tenía té amarillo de China, cuyas hojas poseían–explicaba Gael pausadamente- una característica y única: inicialmente verdes, al curso de un proceso natural de maduración se volvían amarillas, y así permanecían hasta la infusión. Tenía té Indio, del Jardín de Daarjeling, con grandes hojas de profundo aroma, de sabor dulce y ligeramente especiado. Tenía té de África, de Isla Mauricio, perfumado con vainilla y cítricos de la isla… Cada vez nos esperaba un sabor desconocido, un bálsamo perfecto que solo Gael sabía preparar, capaz de aliviar cualquiera de los males. A veces, lo servía con azúcar moreno, humeante y en taza bien grande y otras veces, cuando no sonreía, que era casi nunca, lo servía amargo y tibio, como recién arrancado del suelo.
Gael era colombiana de naturaleza colorida, aromático como el té. Algunos días llevaba turbantes granates siempre de colores. Sus brazos, esculpidos en tierras de café, serpenteaba de una mesa a la otra, cautivando alegres y hechiceros a las afortunadas visitantes que venían a resguardarse en los deleites de su reino. Como todo en el Mailuna, Gael emanaba una reconfortante sensación de equilibrio y armonía.
Yo acostumbraba a sentarme en una mesa chica, en la que dos tazas serían demasiadas, justo en el otro extremo de la entrada principal. Frente a la mesa había un diminuto patio interior separado por un cristal, con un naranjo en medio rodeado de gravilla y una fuente oxidada que emergía de la pared de enredaderas dejando caer un hilillo de agua sobre un canal que abrazaba el árbol y se perdía en un desagüe invisible. Para mí, aquel patio sugería un detalle de un jardín árabe, como un presente enviado por una Califa secretamente enamorada de Gael.
Me gustaba que Gael viniera a preguntarme qué quería beber, aunque ambos sabíamos que era absurdo, porque siempre, al final, acababa trayéndome el té que el quería. Cuando llegaba la tetera hirviendo sobre su mano tostada, el me explicaba con un sinfín de detalles las características únicas e irrepetibles de aquél brebaje. Yo le miraba la boca fascinada y no lograba cazar ni una sola palabra. Era como si al salir de sus labios se fundieran con la música y el olor a jazmín que envolvía la sala.
Después me bebía lentamente las flores de la taza, cuanto más grande mejor –le decía siempre a Gael- y los segundos se desvanecían por capricho del sabor.
Regresé del verano. No habían pasado siquiera dos semanas que me encontraba yo bajando por la calle Joaquín Costa, decidida a tomarme un té en el Mailuna. Iba sola como antes, contento de estar volviendo a mi secreta cita con Gael, aunque el no lo supiera. Andamios, taladros y motos estridentes envolvían el mediodía del Raval, cuando de pronto me encontré frente a los portones. En vez de los imponentes cristales, dos enormes pedazos de madera mal tallada se alzaban ante mis ojos. Torcido sobre uno de ellos, colgaba un pequeño cartel: “Local en Venta”, se podía leer. En ese momento se me hizo un súbito vacío en el estómago. Inflé las narices de aire, como queriendo llevarme los restos del perfume del último té del Mailuna, pero allí solo se respiraba el amargo olor de las aceras. Después desaparecí calle abajo, sin rumbo alguno, pensando, pensando en Gael.
El Mailuna había cerrado para siempre. Y seguramente Gael estaría por fin de vuelta en Bogotá -pensé. Se habría cansado de esta ciudad, demasiado mustia, demasiado pálida para el, marchándose con sus tés a su tierra. Quizás nos habíamos cruzado en el aire y yo no había sido capaz de percibir la frágil estela de su aroma. Sentía cierta rabia inconsciente, como culpándola de haberme abandonado, de haberme dejado huérfana de sus deleites. También me culpaba a mí, aunque todavía no se muy bien por qué. Quizás por haberme ido tanto tiempo. O a lo mejor por no haber tenido el valor de invitarle al cine algún día. En cualquier caso se había marchado y todo lo que me quedaba de el eran aquellas tristes puertas de madera. Y un cartel mal colocado.
Desde entonces casi nunca bebo té. Ya no tiene el mismo sabor. Ahora bebo café, más áspero, más seco, más de esta ciudad. Es curioso, que palabra más corta: Té. Tan efímera como mi historia con Gael.
1 comentari:
culpidora historia que exigiré que demà mateix expliquis amb pels i detalls. Aquest relat no es mereix quatre paragrafs tristos del bloc!Isa gran aportació!!!!
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