Crónica de como a veces la realidad supera a la ficción

Como cada tarde después de la universidad, volvía en tren a casa. Ese día llevaba conmigo un libro que no podía ser más adecuado para lo que estaba a punto de sucederme: Extraños en un tren, de Patricia Highsmith. Estaba yo enfrascada en uno de sus más obsesivos pasajes cuando alguien dejó caer un maletín sobre el asiento de mi izquierda, golpeándome sin querer el brazo. Levanté la vista y un hombre robusto, elegante e impecablemente trajeado, se apresuró a disculparse educadamente. Poco después llegó otro hombre y tomó asiento delante de mí. Era moreno, llevaba una gorra de España y estaba bastante sudado. El hombre del traje lo miró, y para mi sorpresa, le dijo al de la gorra que si no podía sentarse en otro sitio. Éste obviamente se ofendió y los dos hombres empezaron a discutir y a insultarse mutuamente. “Amargado, que te creías que era un inmigrante”, decía el de la gorra. “Facha, que eres un facha. La señorita estaba tan tranquila leyendo y has tenido que venir a molestar”, decía el otro. A cada frase la conversación me parecía más ridícula e inverosímil, y yo empezaba a sentirme incómoda entre aquellos dos hombres, que ciertamente, no parecían estar muy bien de la cabeza. Pero lo peor estaba por llegar. De repente, en medio de los insultos, el hombre trajeado metió la mano en su chaqueta y juró que pensé que iba a sacar un arma. Pero sacó un carnet y se lo mostró al de la gorra. “Te voy a detener”. No pude ver de qué era el carnet, pero al hombre moreno no pareció hacerle mucha gracia. “Vamos, no me jodas. No puedes detenerme, no tienes ningún motivo”. Yo ya no daba crédito a lo que veía. Entonces, el de la gorra sacó una cámara y dijo que iba “a grabarlo a él y a todo el vagón, porque eso no se podía hacer”. El hombre trajeado se levantó y le dio un golpe a la cámara. El otro se indignó y se levantó. Ahora sí que estaba asustada. Los dos hombres intentaban alcanzarse, pero unos cuantos pasajeros se habían levantado ya y los estaban separando. Un hombre con una camiseta de AC/DC llamó al del traje des del final del vagón, y le dijo que “ahora lo solucionarían con unos amigos, que lo acompañara”. El del traje salió del vagón y me di cuenta de que el tren estaba parado. “Atención señores viajeros, les informamos que el tren se encuentra detenido por alteración del orden público”, dijo el altavoz al cabo de poco. El hombre de la gorra se había vuelta sentar delante de mí y hablaba con su madre, que por una razón que aún no entiendo estaba unos asientos más allá. Unos minutos después, unos cinco vigilantes de seguridad entraron al vagón y le pidieron que los acompañara. Él se negó a salir. “Ha sido el hombre este, que está amargado y la ha tomado con migo. Esta chica lo ha oído todo. Preguntadle a ella”, dijo. Los de seguridad me dijeron que si podía bajar. Yo no quería, pero todo el mundo me estaba mirando y me sentía muy incómoda. Me dijeron que el tren esperaría así que bajé. Un policía se me acercó y le expliqué lo que había pasado. Y mientras, vi como el tren se alejaba, dejándome a mí en el andén de la estación de Gavá, con el de la gorra y su madre. Los de seguridad se fueron y me dejaron a solas con ellos. La madre en seguida se me acercó, y alargándome una Biblia en miniatura me dio las gracias por haberlos ayudado, que si no fuera por mí su hijo estaría en la cárcel. “Todo esto estaba preparado. Ya me mataron a un hijo, lo obligaron a tirarse a la vía, y ahora querían acabar con este”. La verdad es que yo estaba un poco aturdida y nada me iba a sorprender a estas alturas. “Iban a acabar conmigo, dijo él”. Le dije a ella que no necesitaba la Biblia y me puse los cascos, intentando que me dejaran tranquila. Cuando al fin cogí el siguiente tren y llegué a casa no comprendía nada de lo que había pasado. Sigo sin entender qué paso... y sé que suena a cuento chino, pero a veces la realidad supera a la ficción, y a veces dos hombres que no están del todo en sus cabales se juntan y nada de lo que pasa a partir de entonces tiene sentido.