El otro día fui a dar clases de repaso a una niña de 10 años y al entrar en su habitación me di cuenta de que su colección de muñecas se había visto ampliada. Eso me recordó la primera clase que hicimos después de las vacaciones de Navidad. Ese día, al entrar en su habitación el paso de los reyes magos era evidente. Aunque la economía de la familia no es precisamente holgada, a la niña no le faltaron, entre muchos otros juguetes, ni la Wii ni la Nintendo DS. “¡Ala, cuántos regalos¡”, le dije yo. Ella asintió, pero me dijo que lo que quería ahora era una muñeca de Monster High. Vaya, nunca estamos contentos…
Pero bueno, eso no es ninguna novedad. Todas sabemos que siempre queremos más de lo que tenemos, y estamos ya acostumbrados a niñas y niños que no valoran lo que tienen precisamente porque tienen demasiado.
Una vez leí que los señores feudales eran distintos y que a los demás nos parecían seres extraños porque habían conquistado algo “que todos buscan salvo los santos: poder despreciar los bienes terrenales a fuerza de poseerlos”.
Tal vez eso es lo que pasa con los niños, que son dueños de un pequeño feudo, de donde son señores, y si me apuras, hasta reyes.
De todas maneras, lo que más me llamó la atención no fue sólo que la “reina” de esa casa quisiera más, sino que lo suyo era suyo y de nadie más. Resulta que había una amiga suya en la casa, y cuando íbamos a empezar la clase entró para pedirle la consola, puesto que ella no la iba a utilizar. La madre, que también estaba presente, le alargó la consola. Pero la niña (la reina) se puso a refunfuñar, y que no que no que no. Como el perro del hortelano, ni comía ni quería dejar comer. Ante eso, la madre dijo “Bueno, pues no”, le quitó la consola y allí se quedó el aparato, muerto de aburrimiento mientras nosotras repasábamos la lección.
Está muy bien que se cuide el aspecto material de los hijos, pero el emocional también es importante. Y no me refiero tan solo al cariño, sino al hecho de inculcar determinados valores y hábitos, como el de compartir con los demás, o que cualquier regalo (una muñeca nueva, por ejemplo) tiene que ser el resultado de un esfuerzo o de un buen comportamiento.
Yo no soy madre, y tal vez no tenga derecho a opinar sobre ello, pero sí soy hija, y como tal, sé que aunque en el momento te moleste tener que compartir, o que te hagan esforzarte para conseguir algo, a la larga, cuando creces, lo agradeces. Porque en la vida te vas a encontrar con eso y con mucho más (y peor). Y si ya tienes inculcados unos determinados hábitos, todo es mucho más fácil. Y no sólo eso, sino que los buenos hábitos te hacen más consciente y mejor persona y por lo tanto, más sana emocionalmente.
Y os preguntaréis, ¿y eso, cómo es? Pues bien, la cosa estaría en que des de pequeños a los niños y niñas debería enseñárseles a desarrollar también su inteligencia emocional. Existen varios modelos sobre lo que significa la inteligencia emocional. El modelo de la habilidad, defendido por autores como Salovey y Mayer, por ejemplo, viene a decirnos que la inteligencia emocional es “la habilidad para percibir, valorar y expresar emociones con exactitud, la habilidad para acceder y/o generar sentimientos que faciliten el pensamiento y la habilidad para comprender y regular emociones promoviendo un crecimiento emocional e intelectual”. El otro modelo más extendido es el mixto, defendido principalmente por Goleman y que define la inteligencia emocional como la capacidad para comprender y manejar nuestras emociones pero también las de los que están a nuestro alrededor, y hacerlo de la manera más conveniente y satisfactoria. Goleman afirma también que la inteligencia emocional está formada por dos aptitudes: la personal y la social. La personal incluye la autoconciencia, el autocontrol y la automotivación; y la social consta de la empatía y las habilidades sociales en general. Según Goleman, la inteligencia social se basa en la capacidad de comunicarnos eficazmente con nosotros mismos y con los demás, y que esta capacidad no es algo innato sino aprendido, por lo que siempre podemos mejorarla.
Si realmente nos formáramos para saber cómo enseñar a mejorar la inteligencia emocional podríamos conseguir que las generaciones crecieran de manera que fueran capaces de lidiar con las emociones de los demás y con las suyas propias, pues al fin y al cabo, las batallas más duras son las que se libran contra uno mismo.
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